Amor por la lectura
Iba en el autobús, de pie, agarrada a una barra metálica. A mi lado, estaba un hombre con el pelo negro, no muy corto y algo alborotado. Iba leyendo un libro, parecía totalmente absorto en la lectura. Me pregunté cómo podría leer mientras el autobús se tambaleaba de un lado hacia otro frenéticamente. Iba agarrado a la misma barra que yo, con una sola mano, sin ningún otro punto de apoyo, y en la otra mano sostenía el libro. Era como si sus pies estuviesen pegados en el pavimento del autobús. En cambio, yo iba agarrada con las dos manos y, aun así, el autobús me zarandeaba de un lado para otro haciendo que mis pies bailasen torpe y compulsivamente.
De pronto, alzó la
cabeza y se quedó mirándome. Un audaz rayo de sol entró por la ventanilla iluminando
sus risueños ojos castaños. Me ruboricé y aparté la mirada. Quise alejarme de
él, para poder observarle sin que se diese cuenta, pero no podía. Había demasiadas
personas a nuestro alrededor. Al cabo de un rato, le miré de soslayo y aprecié
que su atención había vuelto a ser capturada por la lectura. Traté de mirar
únicamente las calles que se sucedían lentamente a través de la ventanilla. Sin
embargo, no pude evitar continuar sintiendo interés por aquel hombre y en ese
momento sentí una infinita curiosidad por saber qué libro estaría leyendo.
Miré con disimulo
la página por donde iba y vi que en ella había un dibujo a bolígrafo de un
corazón con flores y conseguí leer unos versos que decían:
«que es más fuerte
que el corazón
humano
el cual se destroza
una y otra vez
y aun así continúa
latiendo»
Aquellos versos
me atraparon tanto que cuando el autobús giró en una pronunciada curva, yo no
me lo esperaba, y pisé al hombre sin querer.
―Lo
siento ―balbuceé
con apuro.
Él volvió a
mirarme con sus risueños ojos castaños y me contestó con una voz suave:
―No es
nada.
Sentí que me
ruborizaba de nuevo, pero más intensamente. Me puse tan nerviosa que me bajé del
autobús dos paradas antes de llegar a mi destino. El aire fresco me tranquilizó
un momento, aunque después sentí angustia. «¿Por qué me habré bajado antes? ¿Por qué
no le habré sonreído igual que él a mí? ¿Y si no le vuelvo a ver?» me pregunté con tristeza. En ese instante
recordé los versos del libro y saqué el móvil de mi bolso para buscarlos. Descubrí
que la autora se llamaba Rupi Kaur y el libro el sol y sus flores. Pensé
que quizás ya nunca vería a ese hombre, pero que lo recordaría si leía el mismo
libro que él. Con el móvil localicé una librería que no estaba muy lejos y me
encaminé hacia ella.
Cuando llegué, me
paré frente a su escaparate. Contemplé los libros expuestos. Eran unos diez,
todos de tapa blanda. Brillaban como joyas, parecían querer hablarme, desvelarme
secretos ocultos. Hacía mucho tiempo que no leía un libro y sentí algo parecido
a un remordimiento de conciencia. De niña me gustaba mucho leer, pero después
no sé por qué razón di la espalda a los libros. Y en ese momento sentí cómo
resurgía en mí mi amor por la lectura. Entré en la librería y saludé a la
dependienta que me devolvió el saludo con un gesto inexpresivo.
La librería no
era muy grande y no tenía iluminación eléctrica. La luz natural que entraba por
las ventanas era insuficiente, sobre todo al fondo. En los laterales, las
estanterías abarrotadas de libros llegaban casi hasta el techo y en el centro,
sobre mesas expositoras, estaban apilados muchísimos más libros. No sé cómo
explicar la sensación que sentí. Apenas recordaba la última vez que entré en
una librería, el recuerdo era totalmente borroso. De pronto, tenía inmensas
ganas de leer, de leer mucho. Me pareció increíble haber estado tantos años de
mi vida sin leer ni una sola obra literaria.
Observé que en
cada estantería había un cartel indicando el género literario. Busqué el cartel
de poesía, pero no lo veía por ninguna parte. Un maullido me hizo bajar la
mirada y descubrí que un gato negro estaba a mis pies con sus ojos verdes fijos
en mí. Tranquilamente caminó con elegancia dirigiéndose hacia el fondo. Caminé
hacía allí y, para mi sorpresa, vi que justamente ahí, había una mesa con los
libros de poesía. Empecé a buscar el libro que quería y en cuanto lo encontré, empecé
a hojearlo. Sentir el tacto de las hojas con mis dedos y el olor que
desprendían, me hizo recordar cuando era niña y me fascinaba tener un libro
entre las manos.
Fui a pagarle a
la dependienta y cambió tanto su semblante al sonreírme, que no parecía la
misma persona apática que hacía escasos minutos me había saludado.
―Ha hecho una muy buena elección ―me
comentó mientras se recogía un mechón de pelo anaranjado detrás de la oreja.
Después de
cobrarme me dio las gracias y me deseó un feliz día. Yo me llevé el libro muy
contenta y deseosa de leerlo, pero me contuve. Decidí que lo leería en el
autobús, una vez que saliese del trabajo al día siguiente, en el trayecto de
regreso a casa. Así que guardé el libro en el bolso y ahí lo dejé sin volver a
tocar su cubierta satinada.
Cuando, al día
siguiente, me subí al autobús miré alrededor buscando al hombre que había hecho
renacer mi amor por la lectura, pero no le vi. Sentí decepción y tristeza a la
vez. Me fijé en que había dos asientos vacíos así que fui deprisa a sentarme en
el que estaba al lado de la ventanilla. Repentinamente, alguien se acercó y se
sentó a mi lado. Era él. Me sentí feliz de volver a verlo. Sentí ganas de
saludarle incluso, pero guardé silencio y él no me miró ni dijo nada.
Simplemente sacó el libro de una mochila que dejó a sus pies y se puso a leer
con gesto natural, tranquilo.
Yo dudé. No sabía
si sacar el libro de mi bolso o no. Finalmente, y al verle tan concentrado,
supuse que no se daría cuenta de lo que yo leyese o dejase de leer, pero erré
totalmente en mi suposición. No acababa de coger el libro cuando oí que me
decía en tono jocoso:
―¡Qué
casualidad, está leyendo el mismo libro que yo!
Sentí de nuevo
cómo me ruborizaba, pero, para mi sorpresa, le dije de forma espontánea:
―No es
casualidad. He comprado este libro porque me gustaron los versos que usted iba
leyendo ayer en este mismo autobús.
El hombre alzó
las cejas y se rio con ganas.
―Vaya,
me parece muy bien haberla incentivado a la lectura. ¿Y qué versos le gustaron,
si puedo saberlo?
Yo le recité los
versos de memoria. Y según me dijo, días después, le gustó tanto mi voz y cómo
declamé el poema que deseó volver a oírme de nuevo. Y así fue como se quedó
totalmente prendado de mí. Aunque ese día no hizo ningún comentario al
respecto, solo guardó silencio sonriéndome con una dulzura que nunca había
visto antes en la cara de ningún hombre.
Nos presentamos,
empezamos a hablar y los dos acordamos volver a vernos aquella misma tarde. Y
sí, es lo que estáis pensando: aquel hombre era vuestro padre y así fue cómo nos
conocimos. Él me regalaba libros que yo leía ávidamente y, todas las noches,
antes de dormirnos, le leía novelas, cuentos y, por su puesto, poemas
inolvidables. No había ni una sola noche que no dedicásemos tiempo a la
lectura. Y ahora, mis queridos angelitos, aunque ya no podáis verlo, debéis
saber que vuestro padre está aquí escuchándome mientras os leo a vosotros. Podéis
estar seguros de que no se lo perdería por nada del mundo.
¡¡¡RETO!!! Escribe un relato en el que les prestes atención a los detalles. En mi caso antes de escribir esta historia leí algunos relatos de Lorrie Moore y comencé a leer Madame Bovary de Gustave Flaubert. ¡Os los recomiendo!
Qué bonito relato, muy romántico y además perfecto por el día del libro. Una gran historia, Cristina. Saludos.
ResponderEliminarTus palabras me animan mucho, Ana!! Qué alegría que te haya gustado. Muchas gracias y un abrazo!!
EliminarUn relato precioso, con sentimiento. Un saludo 👋
ResponderEliminarMuchas gracias, Dakota!! Me da mucha alegría leer tu comentario. Saludos!!
EliminarUn libro puede propiciar un encuentro que acaba en una historia de unión. Pocas cosas hay tan poderosas como un libro.
ResponderEliminarOpino lo mismo :) Muchas gracias por tu comentario y saludos!!
Eliminar¡Hola, Cristina! El transporte público es un contexto ideal para este reto. Si algunos levantaran la cabeza de los dichosos móviles podrían darse de cuenta del montón de microhistorias que pueden verse con solo observar a tu alrededor. Ver cómo son los que leen libros, los que miran desganados el móvil, los que conversan, los que dedican miradas esquivas al hombre o mujer que está sentado en frente y que por alguna razón nos ha despertado interés, un deseo de encontrar cualquier excusa para poder conversar tranquilamente. Un relato de amor, sobre todo a esa amante que siempre espera paciente nuestro regreso: la lectura. Un abrazo!
ResponderEliminarHola, David!! jajaja tienes mucha razón en lo que dices. El transporte público es una gran fuente de inspiración. Fíjate que yo apenas cojo el autobús, pero hace unos días me subí a uno y recordarlo me ha inspirado esta historia. Muchas gracias por tus palabras y un abrazo!!
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