Imagen de ekrem en Pixabay Era feliz o eso creía. Me levantaba muy temprano por la mañana para ir a la escuela. Allí esperaba a mis alumnos: Cecilia, Carlitos, María, Manolito, Paulita y Pedrito. Tenían entre siete y nueve años y se aplicaban bien a los estudios. Había llegado a la aldea hacía ya más de un año y supongo que aún no me había invadido la monotonía y ranciedad de este lugar. Lo único que notaba es que aquí los días transcurrían muy lentamente y tan calmados como un mar sin oleaje. Después de las clases, iba a mi cabaña y, en cuanto había terminado de limpiar y ordenarlo todo, me ponía a leer hasta que comenzaba a atardecer. Ensimismada, cotemplaba el sol anaranjado esconderse en el horizonte y las miles de estrellas que poblaban el cielo al anochecer. Antes de dormir, y como en la aldea no había electricidad, tenía que encender la luz del candil. Después de una cena frugal me iba a dormir a un camastro de hierro cuyos muelles chirriaba...
Comentarios
Publicar un comentario